‘198 días’, relato de Alonso Holguín, F.J., candidato a la antología de relato corto Sombras Oscuras que organiza Solo Novela Negra
Allí, en la meseta castellana, donde el frío es una costumbre adquirida por siglos y siglos, llevaban una semana sin ver el sol. El febrero en Valladolid, mejor dicho, el Centro Penitenciario situado en Villanubla, las temperaturas son más extremas. Son suficientes 18 kilómetros y 150 metros de altitud más para sentir una gran bajada de temperatura.
Los ruidos sordos de las puertas correderas provocaban una sorpresa a los recién ingresados en prisión. Las celdas del módulo 8 tienen la misma medida y escaso mobiliario. Tres metros de ancho por cuatro de largo, dos y casi medio de alto resultan el volumen del chabolo para cada interno F.Í.E.S. -Fichero de Internos de Especial Seguimiento-.
El encuadramiento resulta de las acciones dentro del sistema penitenciario. La conflictividad con otros presos provoca esa situación de aislamiento de todo el mundo durante 22 horas diarias. Aquellos que no se acostumbran a los horarios, compañías, castas dentro del patio y módulo suelen ser firmes candidatos.
El frío atenazaba las articulaciones para escribir el informe diario. Era el día 181 de su estancia allí. Entró el día de San Antolín, festividad en Medina del Campo y Palencia. Le habían jodido las entradas para la corrida de Victorino Martín; quizá fuera la mayor putada de su vida, al menos en los últimos 10 años. Cuando llegó a la celda, dijo:
—Es preferible que la pobreza sea sórdida y no mediocre -recordando al gran Vázquez Montalbán.
Un patio de 50 por 50 metros, con un aro de hierro -tipo baloncesto- incrustado en el hormigón del muro de las ventanas; esas paredes tan lisas que no subían ni hormigas; un enjambre de concertinas sobre las tapias y la única compañía de aquél marrano humano. Todo aquello podía ser horrible. Sin embargo, Zurro podía con eso y más.
Esa mañana habían estado hablando casi todo el rato. Las cincuenta vueltas al patio, doscientas flexiones y trescientos abdominales eran el volumen de trabajo:
—¿Entraste por una muerte?
—Sí, pero yo no fui.
Ambos soltaron una carcajada: era la misma respuesta de todos los internos de las prisiones del mundo, independientemente del delito no cometido.
—Me caes de puta madre.
—Tú también a mí.
—¿Te apellidas Zurro?
—Sí. Llevan toda la mierda de vida haciendo la misma broma.
—Yo no hago ninguna gracia con apellidos ni nombre. Imagínate yo: Moro.
—¿Moro?
—Claro. Alguno se ganó una buena hostia al decir “eres el moromierda más blanco del mundo”.
El fulano tenía la piel blanca, sonrosada, con algunas pecas salpicadas en el careto; delgado más que flaco en 1,85 metros; quizá escuchimizado a primera vista, sus ropas ocultaban un cuerpo fibroso, duro y fuerte por el ejercicio. Pelo rubejo y ojos azules claros, casi transparentes, miraban al resto como si no los viera. Zurro recordó aquello de “la mirada de los mil metros”: algunos soldados después de entrar en batalla y visto la muerte de cerca, muy cerca, demasiado próxima a su pellejo, quedaban señalados.
—Fui militar, ¿sabes?
—¿Tú?
—Sí, claro ¿quién si no? ¿El puto carcelero? ¡Un legionario con dos cojones como estos! -respondió en voz atronadora agarrando los testículos con la mano izquierda, mientras reía.
Había tardado 181 días en admitir ese dato. Sin embargo, su cuerpo no reflejaba ningún tatuaje, tan típicos de ese arma del ejército.
—¡Cojonudo! Siempre os he admirado -Moro cambió el sentido de la marcha; daban cien vueltas a un lado y luego hacia el otro.
—¡Bah! Fue hace mucho, demasiado -volvió a decir tras 16 vueltas callado como un muerto.
—Perdona si te he traído un mal recuerdo.
—No pasa nada, tronco, es agua pasada. Me jodió la vida un puto picoleto de mierda -por fin, tras seis meses allí, Zurro había encontrado algo para empatizar con Moro.
Los primeros dos meses ni los buenos días; otro más compartiendo deporte y hasta el cuarto no admitió caminar en compañía de Zurro. La fama de conflictivo iba más lejos de los muros de la prisión de Villanubla. Moro y su mito llevaban cinco prisiones en dos años y cuatro compañeros enviados la hospital con diferentes lesiones, a cada cual de mayor gravedad. Podía ser amigo, colega de cualquier preso. Hasta que un día se le iba la pinza y comenzaba a golpear sin ton ni son al otro interno.
Zurro nunca comenzaba una conversación:
—Espera a responder a las propuestas de Moro siempre -fue una de las advertencias de los funcionarios al ingresar en el módulo 8.
Él cumplía siempre las órdenes de manera estricta, más aún cuando su integridad dependía de ello. Ese interno era el único que evitaba gritar a los funcionarios. Cuando estaba en el chabolo se dedicaba a su mundo. Leía, potenciaba sus tríceps; leía, ejercitaba sus piernas, así de manera alternativa. De esa forma podía dormir cada noche, extenuado por la cantidad de ejercicio físico.
Las comidas entraban por una hendidura en la puerta, que se cerraba y abría desde fuera. Sus acciones siempre estaban vigiladas por cámaras de seguridad o a vista directa en el patio de paseo. Los sistemas de apertura, mecanizados. Así, por su conducta, se tenía el mayor cuidado de evitar contacto con otros que no fueran de sus mismas características.
El caso de Moro era raro, aunque no único. Algunas veces llegaban a discutir unos con otros por motivos de lo más estúpidos. Se paliaba el conflicto cambiando de compañero en el patio o de talego. Moro llegó en agosto procedente de Jaén. Allí le seccionó la oreja a su amigo en una bronca sin usar nada más que las manos.
La niebla envolvía el cielo en una sábana blanca y húmeda. El hijoputa del picoleto había dejado encendida la luz de la garita, aunque ya había amanecido.
—¡Apaga el foco de una puta vez, joder! ¡Me se está jodiendo la vida!-gritó con todas sus fuerzas por la ventana a las 9 de la mañana.
Ni caso. Pocas veces planteaba quejas hacia los picoletos o los carceleros. Eran de otra guerra. Él se iba a limitar a permanecer los seis años de condena por haber torturado a un Guardia Civil. Sin embargo, había algo que nadie sabía todavía. Ese secreto constituía su seguro de volver a la calle con juventud y brío.
Doce de la mañana. Hora de salida. El funcionario primero abría a Moro, por eso de la antigüedad. Después, una vez llegaba al patio, hacía lo propio con el compañero de turno. Zurro, en este caso.
Comenzaron la carrera continua, al principio sin hablar. Después de veinte minutos:
—¿Quieres explicarme eso de “no maté a nadie”? Es curiosidad.
—Me acusan de haber abierto como un cochino a un cabrón.
—¿Abierto?
—Sí, desde el cuello hasta los güevos. Pero yo no lo hice.
—No, claro que no. ¿Y cuál es el motivo de que alguien rajara a ese cabrón?
—Dio una paliza a una señora mayor en la puerta de mi carnicería y le robó dieciséis euros y medio -respondió sin inmutarse Zurro.
El suceso era cierto, tanto que había salido en todos los medios de comunicación durante una semana. Después, a finales de agosto, comenzaron a airear algunas cadenas, convenientemente aleccionadas.
—¡Qué hijoputa! Lo tenía merecido.
—Pienso igual, pero yo no lo hice.
—Pero eso no es para ser de nuestra clase. FÍES, me se refiero.
—No, ni de coña. Dos gilipollas en los talegos de Palencia y León quisieron vengar a su primo, el puto yonki atracador. Me tocaron los güevos y…
—¡Anda joder! ¡Eres tú! Pedazo paliza les diste. Vimos las noticias. Verás cuando se lo cuente al resto de cabrones de aquí. ¡Joder! Nariz, brazos, rodillas, dedos… ¡te gustan los trocitos!
Moro hablaba emocionado, relatando sin sudar las hazañas que habían contado los servicios informativos de varios incidentes entre internos.
—No es para tanto. En serio -respondió Zurro.
—¡Y una mierda! Sabes defenderte y eso te hace respetable. Tienes código: eso está de puta madre.
Terminaron la sesión de carrera y comenzaron las flexiones. Series de 50: mientras uno contaba, el otro subía y bajaba hasta besar el suelo. El odio hacía subir con más intensidad en cada turno.
—¿Cómo mataron al yonki?
—Una incisión precisa y decidida desde la garganta. Dicen que tardó en morir. Vio sus órganos colgar antes de perder la consciencia, según los periodistas.
—¿Tú eras carnicero?
—Lo soy. Pero yo no hice eso. Déjalo, por favor -pidió Zurro.
—Sí, perdona, joder. No me di cuenta.
Zurro se levantó y fue hacia la esquina. Allí había un grifo para beber agua, servía de improvisada ducha y para baldear el patio por los propios internos.
—¿Conoces Toledo? -pregunto Moro.
—No, sólo he ido hasta Ávila; el resto, Santander y Asturias. He viajado poco, de momento… y no tiene pinta que dé muchos rulos en un tiempo -envió una sonrisa para normalizar la situación.
—Verás, hace unos años iba un tipo corriendo por el campo. Estaba hasta los cojones. Su trabajo iba de puta madre, ahorraba bastante pasta de los viajes que hacía por ahí. Un día se enfadó con una zorrita de su curro. Ella le lanzaba señales para quedar fuera, ya sabes, quería rollo. Esta vez, el duro fue él.
Comenzó el turno de las flexiones. Era su cuarta y última serie para llegar a las 200. Zurro lo miraba fijamente. El ritmo simulaba un martillo pilón: misma velocidad e intensidad desde la 1 a la 50. En cuanto acabó, siguió diciendo:
—Invitó a un picnic a la zorra en el campo. La única condición era dejar el teléfono en Madrid. Así no tendrían interrupciones. El atractivo plan impulsó a la zorra a aceptar. Y se fueron en el coche de un colega de él. Me se pasó la mañana cocinando desde primera hora. Esa actividad relaja tanto o más que follar.
Comenzaron a hacer una sesión de tríceps en las escaleras de acceso al patio. Zurro hacía la primera de las series. Moro seguía con la historia:
—Comieron de cojones al lado del arroyo Villarta: tortilla de patata rellena con palitos de cangrejo y mahonesa de pimientos, carrillera de ternera en salsa de vino tinto con setas y bizcocho de whisky. Se trincaron una botella de tinto Besanas Reserva; bueno, ella más que él. Después, en la manta extendida, empezaron a tomar un digestivo de orujo, otro y otro más. Entre brindis y tontería, se le cayó un poco en la delantera. Él empezó a sobar la camisa, los pechos, se echó sobre ella, que aceptaba todo y más.
—¿Follaron como conejos? -preguntó Zurro, dado que Moro se había quedado algo parado.
—Sí, bueno, ya sabes, hasta que ella empezó a vomitar.
—¡Joder qué asco!
—Ya te digo, me puso hecho un putocristo. Al final, al tipo, me se fue la puñetera olla y dio de hostias como si no costara. Le estalló la cabeza con unas piedras y me se dejó la camisa hecha una mierda. Menos mal que el arroyo corría por allí al lado. Su delgadez sirvió para poder meterla en una mierda de agujero junto a un enorme árbol medio roto. La muy hijaputa no me se escapó… -quedando la declaración perfectamente grabada en vídeo y audio.
El informe del día 182 sirvió para encontrar a Aitana Jiménez unos días después. Se procesó, juzgó y condenó a José Moro por su asesinato. Los restos de ADN en el cuerpo de ella sirvieron para añadir 25 años más su estancia en prisión.
El Guardia Civil D. Santiago ZUbieRa ROmero, alias Zurro, fue condecorado con la Cruz del Mérito de la Guardia Civl con Distintivo Rojo por su Servicio, dedicación y esfuerzo. Puso en gravísimo peligro su vida los 198 días que permaneció en el módulo 8 del Centro Penitenciario de Valladolid, reservado a internos FÍES. Tras ello, se le concedieron 45 días de vacaciones extraordinarias, aunque después de los primeros veinte, llamó a la oficina:
—Mi Capitán, me estoy aburriendo. ¿Puedo volver al curro ya?
Texto: © Alonso Holguín F.J., 2018.
Eres un buen amigo y un gran escritor. Un gran abrazo
Me ha encantado
Estupendo relato. Te tiene en tensión hasta el final. Eres un magnífico escritor. ¡Enhorabuena!
Buenisimo, como siempre. Directo, conciso; te hace reflexionar sobre aquellas…..tareas… sumamente desconocidas.
Bien escrito interesante desde el principio
Si Hitchcock fuera picoleto….
Me ha encantado el relato….como siempre espectacular
Gran relato de nuevo con un final sorprendente.
Enhorabuena.
Un relato muy bueno desde el principio al final
Muy bueno, me ha enganchado nada más a empezar a leerlo.
Como todo lo q he leído de lo q ha escrito Alonso Holguin, una narrativa impecable. Sabe captar muy bien la atención del lector.
Como siempre, enhorabuena.
Cojonudo, es el mejor adjetivo
Muy bueno
Me gustó muchísimo
Maravilloso relato, sabe de lo que escribe, parece un hecho real. Los pelos de punta. Gracias.
Tan bueno como todo lo que he leído de este autor.
Magnífico hasta el final. Felicidades!!!
Te mantiene en tensión todo el tiempo fe lectura.
Un relato que te atrapa ,buenísimo.
Relato que engancha con sorprendente final.
Ostras, osea que Zurro se pasó días en la cárcel para que Moro se delatase él solito? Que guay pero buf….tener que comer lo de la cárcel….y esperar a que nadie le reconociese….le honra! Gracias por este relato.
Siempre en valor a mi querida Guardia Civil .
Buen hilo narrativo con un final inesperado. ¡Gracias!
Me ha encantado.Intenso con un final de diez
Fantástico!
Escrito desde el corazón y con la destreza de un verdadero maestro.
Es de un guardia escritor que se aburre mucho.
Saludos Florencio
Muy bonito, y seguro que es un hecho real
Engancha desde la primera línea.
Te deja la sensación de estar viviendo la situación personalmente.
Sorprende. Muy bueno
Félix. Eres un crack, buen escritor, mejor persona